A 30 años de la muerte de Jorge Luis Borges, María Kodama asegura que ella sigue pasando sus días junto a él, que toma el sostenimiento de su legado como una responsabilidad monstruosa y que los homenajes le dan felicidad. Una entrevista profunda e imperdible.
Imagino a esa niña, puedo imaginarla. Tiene diez años y acaba de leer unas palabras majestuosas. Luego me dirá que no llegó a comprenderlas pero que, sin embargo, impactaron en ella y quedaron ahí, resonando, hasta que pudo conocer al maestro. Contará también que años más tarde se tropezó con él en plena calle Florida y que Borges le propuso estudiar anglosajón juntos. Entre ellos nada parece casual sino una cita. Una cita a través ¿de qué tiempos? Ahora ambas estamos en un bar.
La mujer que tengo enfrente (la niña deslumbrada por “Las Ruinas Circulares”) habla de Borges como si estuvieran juntos aún, y siento que verdaderamente lo están. Corpúsculos, diría Saer, en los que se asienta la materia del recuerdo. Corpúsculos vitales y siempre renovándose, agrego yo.
— Sos una viajera empedernida, ¿siempre viajás por Borges o también por vos?
— Por mí sólo hice un viaje, cuando cambió el siglo. Estuve una semana en el desierto de Sahara, con parientes de Goytisolo; y fue maravilloso entender que, si hubiera algo que salvar de la Naturaleza, salvaría al mar y al desierto. Porque el desierto es otra especie de mar; cambia de forma y de color como él e instala la adrenalina en el pecho porque es peligroso, y eso fascina. Ahí entendí algo, pero no intelectualmente sino desde otro punto de vista, una cosa mucho más profunda, adentro, en el cuerpo, y es que no somos nada. Por eso valió la pena estar ahí.
— Saint Exúpery decía que no se ve nada, no se oye nada, pero algo resplandece, ¿es así?
— Claro que sí. Y eso de que no se oye nada, tampoco; porque de pronto, a la noche, el viento te trae sonidos de música desde los refugios, o escuchás a los bichos caminando o sentís que se desmorona la arena. Es muy fascinante.
— La vida con Borges debe de haber sido fascinante también. ¿Y cómo es la vida sin él?
— No es sin Borges, es con. Él está. Borges era agnóstico, como yo; pero decía que, si la reencarnación es posible, nosotros veníamos seguramente de muchas vidas y teníamos que prometernos que íbamos a reencontrarnos. -Prometido, Borges, pero en la próxima voy a ser científica. Y él: -No, por favor, no me diga eso que yo voy a volver a ser escritor. Resulta muy interesante que el primer cuento que leí de él, en una revista, seguramente Sur, fue… Yo abro la revista y leo: Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche… Y me digo, ¿qué es esto? Leí hasta el final y no entendí nada, pero quedé fascinada, sigo fascinada por ese cuento gracias al cual pude comprar la Fundación, porque yo quería ver el lugar en donde Borges había escrito mi cuento. Entonces dio la casualidad de que estaba en venta la casa de al lado. Sabía que no iba a poder comprarla, pero sí quería ver el jardín de mi cuento. Y fue muy curioso, una cosa rarísima: llega una persona de la inmobiliaria, me la muestra, miro desde la terraza el lugar y le digo: -Yo creo que usted se ha dado cuenta de que yo no voy a comprar esto. Para mi sorpresa, la señora había estado en el entierro de Borges y me había saludado; así que me ofreció que tirara una cifra. Entonces calculé cuánto había quedado de la mitad del departamento de él y saqué una hipoteca por el mío. Le di la cifra y pensé que eso no iba a prosperar. Para mi sorpresa, diez días después me llamó para confirmarme que la casa era para mí. Y me contó que quienes vendían eran fanáticos de Borges y que alguna vez nos habían visto en Europa y se habían sentado cerca de nosotros sólo para saber de qué hablábamos. Y que si yo decía que ese era el precio que podía pagar, iban a vendérmela por esa suma. Fue muy maravilloso: ni siquiera los conocí porque, cuando se firmó la escritura, yo era jurado del premio Juan Rulfo en México. Entonces no sé quiénes son… y es mucho mejor así. Es más mágico.
— De algún modo está como afantasmado, como si hubiera una transparencia y no pudiera verse del todo…
— Exactamente. Y después lo que es lindísimo es que yo lo hice por ese cuento, a tal punto que si saliera una ley que dijera que hay que sacrificar toda la obra de un autor, menos uno… yo salvaría justamente a ese. Y después fue también maravilloso que, pasados muchos años, hará dos, en el Salón del Libro la editorial Sur presentaba un reportaje que le hacía Victoria Ocampo. Ella iba mostrándole fotos y él le decía qué había sucedido allí. Cuando me dan el material para que yo haga el prólogo, leo atentamente y, cuando llego al cuento, pienso “No es posible esto”, porque él le responde que en esa casa escribió “Las ruinas circulares” en una semana: -Yo iba y venía, salía con amigos, y lo único que quería era volver a esa casa porque nunca, ni antes ni después, pude escribir nada con esa intensidad. Esa intensidad es la que recibió una chica de diez años y la que guardó para toda la vida.
— Eras muy chica…
— Es que yo nunca fui chica. A mí me criaron así, con responsabilidad. Yo no podía entender el cuento, pero para mí era como algo mágico. Y además leía todo lo que caía en mis manos. Me gusta estudiar y sigo haciéndolo cuando puedo. Ahora encontré una amiga con la que empezamos a estudiar japonés.
— Pensaba preguntarte qué pasa cuando los senderos se bifurcan, pero me doy cuenta de que nunca se bifurcaron.
— No, es una permanencia. Es algo interior, como si siempre estuviera conmigo.
— ¿Te sentís muy responsable de los pasos que das o podés jugar con eso?
— No, no puedo jugar. Y mucho menos sabiendo cómo él vivía su obra. Es una responsabilidad monstruosa.
— ¿Y qué pasa en tu interior frente a cada homenaje?
— Me siento muy feliz de ver que la gente apoya esto, que su obra sigue viva. Me da felicidad.
— ¿Y su postura filosófica? Hay algo que lo acerca al neoplatonismo, en “Funes el memorioso” por ejemplo; o a lo oriental, a cierta metafísica idealista. ¿Está todo eso en él o somos nosotros quienes creemos verlo y él vería otra cosa?
— No sé. Él tenía toda la base filosófica, ya que la mayoría de los libros de su biblioteca son de filosofía y daba vuelta todo eso, lo trasmutaba y lo convertía en literatura. Luego todo depende también de cada lector. Uno es lector desde la óptica de lo que leyó antes. Pero él no escribía pensando en todo eso. Escribía como si soñara. Se preguntaba para qué le servía ese sueño y entonces le daba forma de poema o de prosa. Y sobre eso trabajaba. Pero también podía pasar meses sin escribir y no le importaba. No tomaba nada dramáticamente. Siempre supo elegir, se divertía.
— Si tuvieras que rescatar cinco bellos recuerdos de tu vida con Borges, ¿cuáles serían?
— Bueno, uno sería lo divertido de cuando empezamos a estudiar juntos. Yo iba por Florida a comprar libros para el colegio y casi lo tiro. Entonces le explico que lo había conocido cuando era chica porque, como me gustaba la literatura, un amigo de papá pensó que al menos una vez en la vida tenía que verlo y me llevó a una conferencia. Ahí tuve la primera seguridad de mi vida, porque yo era muy tímida; tanto que, cuando venían visitas a mi casa, me escondía. Y cuando él sube, para hablar, la sala estaba llena. Los tímidos nos reconocemos como los animales en la selva. Me dije: “Este señor es más tímido que yo, ¿cómo va a hacer?”. Además yo no tengo volumen de voz, así que pensaba que nunca iba a poder dar una clase, aunque para mí enseñar es lo más maravilloso porque le da libertad a la gente; y entonces, cuando sube y empieza a hablar con una voz bajísima, pensé: “Si este señor puede, yo también voy a poder”. Bueno, estábamos en que me tropiezo con él y casi lo tiro. Me disculpo, empezamos a conversar y le cuento que lo había conocido de chica. Me pregunta de qué trabajo, y le comento que estoy en el colegio y que voy a comprar unos libros. -Ah, le gusta la literatura. Le respondo afirmativamente y agrego que quizás siga estudiando eso. -¿Y entonces no querría estudiar anglosajón conmigo? Haciéndome la sabia, le pregunté si era el inglés de Shakespeare. -No, siglo IX; yo tampoco lo sé, estoy proponiéndole que lo estudiemos juntos. Y así empezamos.
— Estaban predestinados…
— Creo que sí.
— Además esta es una escena de película romántica: ella se tropieza con él y ambos se reconocen…
— Una cosa de locos. Nos encontrábamos los fines de semana en diferentes confiterías, la Richmond, la Saint James en Córdoba y Maipú. Siempre en bares.
— ¿Y cómo era la vida, lo cotidiano, cuando estaban juntos?
— Normal. Como la de cualquier persona. Eso sí: comíamos afuera y hasta desayunábamos afuera. No me gusta cocinar.
— Creo que una vez me comentaste que escribís… ¿seguís haciéndolo?
— Sí, pero a mí no me interesa publicar. Ahora estoy armando unas conferencias. El libro va a llamarse “Homenaje a Borges”. Eran más de mil quinientas páginas cuando el editor me las trajo; luego él mismo hizo una selección de veinte conferencias.
Y nunca terminará de contarme cinco recuerdos, porque en ella, de alguna manera, todo es uno. Y dirá que habían acordado tratarse de usted, como las viejas parejas criollas, porque como todos nos hablamos de “vos”, para ellos la forma de la intimidad era el “usted”. Y siempre volverá a la idea de que las cosas son mágicas. Entonces empezamos a despedirnos fluida y cariñosamente. Mientras nos acercamos a la puerta del bar, la gente en las mesas la saluda. La reconocen afectuosamente. Esa mujer que ahora veo de espaldas es luminosa y lleva un enorme legado sobre sus espaldas. Pero no se le nota porque, como ella misma dijo, le da felicidad. Entonces, a medida que se aleja, ya no veo a una mujer sino a una niña que va leyendo “Las ruinas circulares” con una fascinada devoción.