A la profesora universitaria y multideportista amateur Ángeles Montes de Oca la pandemia la sorprendió en Villa La Angostura. Inicialmente, la situación la llenó de incertidumbre, pero con el paso de los días se fue acostumbrando y hoy no planea regresar a Buenos Aires. Una relato íntimo que nos toca a todos.
A veces me pregunto qué hizo que yo estuviera acá en Villa la Angostura pasando la cuarentena en soledad, rodeada de una naturaleza increíble, en medio de montañas y lagos, pero lejos de mis afectos. El destino lo quiso así y, si hay algo que pude entender, es que debo asumir el lugar y la situación que me tocó en este tiempo de pandemia y tratar de aprender algo de todo esto.
En mi vida anterior, esa vida que cada cual tenía hasta que se desatara la pandemia del Covid-19, repartía mis días entre la docencia y el deporte. Soy profesora universitaria de matemática y deportista amateur. Iba dos veces por semana a la UADE y tres a la UBA. A contra turno de mis clases, salía a correr, jugaba al golf, entrenaba en el gimnasio, remaba o andaba en bicicleta. Siempre entrenaba con algún objetivo.
Mi calendario deportivo para 2020 comenzaba con una XK Race (carrera que combina trekking, mountain bike y kayak) que se iba a realizar en abril en Villa la Angostura. Como para ese momento iba a estar en el primer cuatrimestre de clases, no iba a poder venir más que por el fin de semana; entonces, en febrero, decidí sacar dos pasajes: uno para esos días de abril y otro para venir una semana en marzo, para entrenar y descansar en este paraíso. No suelo viajar sola, pero realmente lo necesitaba.
Llegué el 17 de marzo. En Argentina se había producido la primera víctima fatal por Coronavirus. Si bien la gente ya empezaba a cuidarse y algunas empresas planificaban home-office para sus empleados, los vuelos seguían sus cronogramas habituales. A pocas horas de aterrizar en Bariloche, y aún sin haber llegado a La Angostura, se conoció que, por ese fin de semana largo de marzo (del 20 al 24) se suspendía el transporte de media y larga distancia. Mi vuelo de regreso para el 25 no se veía afectado…
Acá se respiraba un aire extraño. Se controlaba mucho al turista. Había varios negocios cerrados y, los que estaban abiertos, exhibían carteles en donde se exigía entrar de a una o dos personas. A la tarde salí a caminar rumbo al puerto, en la península Quetrihué, que ya estaba desolada. Al día siguiente alquilé una bicicleta para recorrer varios kilómetros de la ruta 40 y a la noche comí en un restaurant, que hoy ya no existe.
El 19 se comenzó a rumorear que se decretaría la cuarentena e intenté, sin éxito, comunicarme con la aerolínea para conseguir lugar en algún vuelo. No me quedaba otra que quedarme acá, aunque reconozco que no tenía ganas de volver a Buenos Aires a tan solo dos días de haber llegado.
Cuando a la tarde se anunció la cuarentena, el hotel tuvo que cerrar, por lo que me trasladaron a una cabaña. Fui al supermercado a comprar provisiones para esos primeros días de encierro y, al volver, me quebré en llanto en el colectivo al pensar en quedar encerrada.
Era verano y el clima ayudaba para pasar gran parte de los días en el jardín tomando sol, almorzando con vista a la montaña o haciendo clases de entrenamiento que aparecían en Instagram. Me prestaron una bicicleta con la que daba vueltas alrededor de la cabaña, divirtiéndome con algunos desniveles del terreno, pero lejos de los 200 kilómetros semanales a los que estaba habituada.
La ambulancia pasaba todos los días con un megáfono, recalcando la obligatoriedad de seguir encerrados. Valoré el hecho de que el supermercado más cercano quedara a más de cinco kilómetros de distancia , lo que me habilitaba a salir a caminar. Disfrutaba del paisaje montañoso y, aunque sabía que el lago estaba cerca, no lo veía en el trayecto.
Unos días pasaron hasta que descubrí que podía salir a correr por un sendero que está detrás del complejo y que sube por un bosque hasta la cascada del río Bonito. Sólo me cruzaba con unas vacas, aunque yo fantaseaba que, en algún momento, iba a aparecer algún policía entre los árboles para advertirme; tremenda paranoia..
Por suerte había traído la computadora, la manotée a último momento porque el día anterior a viajar habían suspendido las clases presenciales y tenía que modificar los cronogramas. Me vi obligada a armar material y aprender a dar clases virtuales. La computadora también me sirvió para poner música, para entrenar y hasta para celebrar, en familia, las Bodas de Oro de mis padres.
La cuarentena se extendía, yo chequeaba la página de la aerolínea para ver si había algún vuelo de rescate. El encierro complicaba todo. Estados de ánimo cambiantes: añoraba la libertad, extrañaba a mis afectos. Había que llenar los días, las clases en la UBA aún no comenzaban. Si el día era lluvioso, se complicaba aún más. Y fueron varios los días de lluvia en abril.
Estar sola hizo que comenzara a hacer videollamadas: me contacté con amigos y primos con los que hacía bastante que no hablaba. Además, en el jardín de la cabaña hay un manzano, por lo que comencé a hacer apple crumbles.
Otoño patagónico
El otoño trajo unos colores increíbles. Los árboles se vistieron de amarillos, ocres y anaranjados y apareció una gran variedad de hongos. Me entretenía fotografiándolos. Me acuerdo del primer día que fui al centro en bicicleta. Pude hacer doble recorrido, porque al llegar me informaron que, a partir de ese día, se exigía tapaboca. ¡Pedaleé feliz esos 11 kilómetros para buscar uno y volver con lo exigido!
Un día de mediados de mayo caí en la cuenta de que mi vida, tal como la tenía armada, por varios meses no iba a volver. Me sentí vacía, sin rumbo. Ese día me puse a dibujar, y descubrí que sabía hacerlo. Pude conectar con mi parte creativa, una asignatura que tenía pendiente.
Mientras tanto, la situación en el AMBA iba empeorando mientras acá en La Angostura, con cero casos, empezaron a flexibilizar: habilitaron algunos comercios (lo que me permitió ir a la peluquería), unos días después permitieron salir a caminar y, una semana más tarde, deportes individuales, lo que aproveché al máximo: el sábado pedaleé cinco horas por la ruta 40 y el domingo salí a correr hasta una cascada.
En junio comenzaron las “clases” en UBA. Se había atrasado el inicio del año lectivo para ver si las clases podían empezar de manera presencial, pero esto no pudo ser. A partir de ese momento, mi vida se asemejó bastante a lo que yo estaba acostumbrada: un buen mix entre trabajo y deporte. Ya se podía moverse libremente en la naturaleza, por lo que todos los días planificaba algo.
La nieve y la angustia
A mediados de mes, todo se vistió de blanco. Fue increíble empezar a correr por la nieve. Tan entusiasmada estaba que subí trotando por las pistas de esquí del cerro Bayo. Al bajar, en el estacionamiento, había una persona haciendo un muñeco de nieve. Era un ruso, de unos 35 años. Me contó que, al comienzo de la cuarentena, estaba en una carpa y fueron a buscarlo las autoridades locales para trasladarlo a una cabaña ya que, como había estado en Chile, debía estar aislado. Le llevaban comida y le pagaron todos los gastos hasta que se cumplieran los 14 días de aislamiento. Desde entonces está en un hostel, ya sin tanto lujo y, si bien podría iniciar trámites para regresar a Rusia, al igual que yo prefiere quedarse aquí disfrutando del entorno, alejado del coronavirus.
Unos días después llegó la autorización de Parques Nacionales y pude, finalmente, salir a remar. ¡Qué felicidad! El Lago Nahuel Huapi para mí, en soledad y paz absoluta.
En esos días, dos perros se sumaron a mis paseos, con una fidelidad sorprendente. Alquilé un par de esquíes y salí a trepar cuestas con ellos al hombro, siempre acompañada por los perros. Tomé exámenes vía Internet y todo iba bien hasta que el último día de junio me llamaron para avisarme que la madre de un gran amigo había muerto de Coronavirus. Lo que veía en la televisión ya no era lejano, me había tocado muy de cerca. Me invadió la angustia, la impotencia; desde aquel día, todo tomó otra dimensión.
En las próximas semanas, el segundo cuatrimestre también comenzará de forma virtual. Por mi parte, aquí me quedaré hasta que pase la tormenta.