Literatura con identidad propia

El hombre necesita sentirse parte de una sociedad con la que comulga en una cultura. Y los libros no quedan ajenos a esa necesidad, intentando brindar un lugar de pertenencia a través de sus páginas.

Texto Patricio Di Nucci (*)

Un historiador de las religiones de origen rumano -tesis sostenida hoy de manera universal- propuso que una comunidad antigua se organizaba a partir de un centro que fijaban como “su” centro, como el referente físico de pertenencia. 

Ese parece ser el origen de todo obelisco, o totem; monumento que marca el centro del mundo para un grupo de hombres que hace comunidad. Esa marca de valencia humana, y religiosa también, expresa la necesidad del hombre de sentirse parte de una sociedad con la que comulga en una cultura; entendiendo por cultura las formas de usos y costumbres de un grupo humano que las comparte. El proceso evolutivo le fue permitiendo al hombre crear por medio del arte en general, y de la literatura como parte de él, un imaginario, un corpus de valores que describen esa cultura concreta. Y en ese universo que recrea la realidad, percibir los signos descriptivos como valores identitarios propios. El arte en general, y la literatura en particular, no crean el gaucho; lo describen; lo corporizan como rasgo cultural de pertenencia para un grupo humano, socialmente vinculado. El grupo humano que siente al gaucho como parte de sí, lo vivirá como un valor que le pertenece y, en más o en menos, conforme a las complejidades de cada comunidad, como que lo identifica.

Si tomamos a nuestro país (válido para cualquier otro, por lo demás), notaremos que desde su comienzo se fue gestando una literatura que intentaba brindarle identidad propia. Claro que es parte de un proceso en el que las influencias, además de ser permanentes, son múltiples. Los poetas que actuaron en nuestro suelo van recreando artísticamente el mundo rural. Bartolomé Hidalgo, aunque uruguayo tuvo mucha presencia en el país; además, Uruguay y Argentina no eran entidades definitivamente independientes. Ascasubi, quien tendría influencia sobre Hernández. Estanislao del Campo a quien se suele conocer por su obra más famosa: “El fausto” (muy divertida narración en verso de las impresiones de un gaucho que asiste a la representación de la ópera del mismo nombre en el teatro Colón de entonces). El uruguayo Lussich, quien fuera el antecesor del poema Martín Fierro. Y la obra de Hernández que se levanta como la referencia fundamental de la literatura gauchesca; aunque Borges dirá que su condición de referente no se debe a otro que a Lugones, que la elevó a la categoría de poema nacional. Pero antes de avanzar sobre los finales del XIX y principios del XX, merece nuestra atención la década de 1830.

En la década de 1830 el país era más un proyecto que una realidad tangible. En 1833, luego de dejar el primer turno de la gobernación de Buenos Aires, Rosas emprende la primera campaña al desierto con la misión de extender las fronteras productivas y controlar los malones. Buenos Aires era una aldea con unos 50.000 habitantes. La influencia cultural provenía básicamente de Londres y París. España, luego de las guerras por la independencia en la América hispana, había quedado relegada y no estaba en condiciones de ofrecer mucho; vivía su propia debilidad política, militar y cultural. La invasión francesa y su decadencia como metrópoli la tenían fuera de la condición de modelo. Pero en Buenos Aires pasaban cosas.

En esta parte del mundo había una nación en ciernes que, bebiendo de su fuente nutricia, Europa, y sus múltiples movimientos encantadores, alumbraba a una juventud inquieta por formación intelectual y sedienta de argumentos de vanguardia. La librería que está frente al colegio Nacional de Buenos Aires ya existía y era propiedad de Ávila; se llamaba así: librería de Ávila; era el lugar al que la juventud de la revolución de mayo y la de la generación del ´37 iban a buscar los libros que llegaban de Europa. Y Esteban Echeverría estaba en ese grupo, como su líder. Recién llegado de Francia, donde había ido a estudiar, vuelve con el romanticismo a sus espaldas para sembrarlo entre los jóvenes despiertos de Buenos Aires, nuevamente bajo el gobierno de Rosas.

El romanticismo llega a Buenos Aires con Echeverría y permanecerá varios años e influenciará a muchos. 

(*) El autor es Licenciado en Teología (UCA y Licenciado en Letras (UBA)

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