El psicoterapeuta y consultor Mariano Qualeta hace una interesante reflexión sobre la identidad argentina y los orígenes de nuestros problemas profundos, proyectados hacia el presente. Un texto para pensar y debatir.
…¿qué soy, sino la sima en que me abismo,
y qué, si no el no ser, lo que me puebla?…
Octavio Paz
A la hora de explicarnos nuestra realidad, los argentinos no dejamos de compararnos con lo exterior. Este espejo en el cual nos miramos tiene una historia que va más allá de las colonias españolas que vinieron a dominar nuestras tierras, y a superponer su cultura a la nuestra, trayendo consigo su raza y su Dios.
El proceso inmigratorio de fines del siglo XIX y principios del XX trajo consigo el germen del desarraigo en el alma de aquellos seres llegados a nuestro país a hacer la América. Ese desarraigo se replicará en sus hijos, quienes habrán de nacer en una tierra a la que los liga no una tradición sino un sentimiento; crecerán contagiados y cautivados por la abundancia de corazón, por el impulso generoso de un país que no rechaza a nadie, milagrosamente abierto a todos los hombres del mundo.
Es en el cinturón de las grandes ciudades desde donde podemos seguir el rastro de los últimos movimientos del desarraigo: el éxodo interno de las poblaciones rurales cimentó un carácter que no tuvo fuertes raíces en la tierra, ni en la tradición, la lengua o el paisaje. Tal desarraigo produjo ya su obra maestra: la extranjerización argentina. Y en ese origen reside la singular movilidad cultural del argentino, su don para transitar por culturas extrañas. Permanecer en una tradición sería limitarse, y dicha limitación no cuenta para el hombre de raíces débiles; está sediento del mundo, y su desarraigo viene a ser –paradójicamente- una promesa de apertura, de universalidad.
Sin embargo, esta porosidad que ha generado múltiples capacidades, atenta contra sus propias virtudes: mata a sus propias criaturas impidiendo que sus productos sedimenten al punto de constituir un cuerpo tradicional, y que configuren una continuidad enriquecedora para la siguiente. Trazar finalmente un estilo, una identidad, una personalidad capaz de acrecentar las propias fuerzas. Es preciso valorar el sedimento de la tradición, pues no se puede vivir comenzando ni vivir generando realizaciones individuales asordinados por la soledad.
Cuando viajamos a las provincias argentinas, a eso que llamamos el interior, se puede observar al contraluz el contraste dentro de un mismo país respecto a la valorización y a la custodia de los valores supremos de nuestra identidad.
Esa suerte de carencia o infrecuencia de tradición y costumbres arraigadas desdeña nuestra propia historia: no nos importa de dónde venimos, porque no tenemos memoria. Dice Milan Kundera: “Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido”.
Y los argentinos nos pasamos la vida corriendo, forzándonos constantemente en ser alguien, partiendo de aquello que no somos… sería algo equivalente a trasplantar una palmera en la Antártida. Cada nuevo gobierno provoca en nosotros una premura casi infantil donde no hay tolerancia ni paciencia para ver resultados… ¿no estará ahí -frente a nosotros- aquel otro yo al que rápidamente repudiamos?
Ese ir en pos de lo externo, esa búsqueda ilusoria de identidad a través de un espejo ajeno, nos deja en la banquina de nuestro autoconocimiento. Pero hay algo más grave en esa actitud: no sólo no nos permite tomar contacto con nuestra identidad, sino que, asimismo, nos genera un clima de infinito rencor y desolación.
Se podría pensar ya no en una solución -no es problema reciente, lo arrastramos desde antaño- pero sí en un detenimiento consciente en procura de poner en primer plano nuestras propias virtudes y capacidades. Un principio, más que de amor propio, de amor hacia lo propio.