Para la mayoría de los visitantes, los viajes por el país más grande del planeta durante el Mundial tuvieron al ferrocarril como denominador común. Aquí, el enviado de Revista Nordelta cuenta cómo vivió estos días de fútbol y buena onda en las tierras del vodka.
En los campos de juego se desarrollan los partidos en los que una selección deja todo para ganarle a su rival, pero eso está lejos de ser lo más trascendente que se vive en un Mundial. Lo más destacable es la comunión que se vive durante el mes del evento más visto del universo, donde un país se convierte en el lugar más cosmopolita, con hinchas de todo el mundo. Un ejemplo de integridad de la gente de las distintas nacionalidades, que bregan por el triunfo de sus selecciones con cánticos en los estadios, vistiendo camisetas y alzando la bandera de su nación en las calles, pero siempre en paz. Porque, a pesar de que uno desea fuertemente que su equipo gane, el objetivo principal es respirar la atmósfera particular de una Copa del Mundo y vivirla a fondo, rezando para que nunca se acabe.
Este Mundial tuvo la particularidad de que los hinchas y la prensa podían viajar en los trenes rusos, para ir de sede en sede y atravesar así las larguísimas distancias del gigantesco país eurasiático. Y gratis. Un guiño de ojo de la FIFA y el Kremlin para los visitantes amantes del fútbol. Solo había que reservar un lugar vía internet. Y llegar a tiempo, porque allí los horarios se respetan. Y sino… ¡subir a cualquier vagón!, luego de sortear la barrera, con gestos o como se pudiera, de las oficiales controladoras de tickets y caminar más de un kilómetro (cada formación tiene unos 20 vagones) por los angostos pasillos de cada vagón hasta llegar al indicado en el propio pasaje. En el trayecto, mayormente cubierto de hinchas de los dos países que se iban a enfrentar en destino, una de las charlas más escuchadas era dónde conseguir entradas para el partido. En algún compartimento del tren (hay de uno y de dos pisos) surgía el dato para quienes les faltaba el bendito ticket, si es que no lo conseguía directamente ahí. También se daban situaciones que nada tenían que ver con el Mundial: te podía tocar compartir habitación con una familia rusa, o con un ex soldado de la Guerra Fría, como le pasó a tres chicos porteños.
El alfabeto y la noche
Luego, ya en destino, había un desafío enorme: ¡descifrar el alfabeto ruso! Había que averiguar qué transporte tomar hasta el hospedaje reservado… Si había que tomar el metro, había que descender por las largas escaleras mecánicas: hasta cinco minutos se podía viajar para llegar al tren subterráneo. Una vez en las profundidades de la Madre Rusia, consultar a una persona local o guardia de seguridad significaba una amable respuesta, pero larga: sacaban felices el traductor de Google del celular para descifrar el pedido del turista. Mientras tanto, uno veía que se iban perdiendo trenes
pero no era un gran problema, porque un minuto y medio después, puntualmente, pasaba el siguiente.
Luego al despuntar el día, esperaba el sol, que parecía que nunca dejaba de brillar. Desde las 3 de la mañana hasta las 10 de la noche era de día, sólo había cinco horas de noche. El verano ruso. Y hecha la luz, hechas las fotos…