El esplendor de la Belle Époque argentina

El autor argentino Daniel Balmaceda nos invita a sumergirnos en la era que inicia al término de la guerra franco-prusiana y que precede al estallido de la Primera Guerra Mundial, conocida como un paréntesis luminoso entre dos conflagraciones.

El término “Belle Époque” no surgió en aquellos años; se acuñó mucho después, cuando el recuerdo de una época de prosperidad y optimismo provocaba una nostálgica mirada hacia el pasado. Durante esos años, Europa marcaba el pulso de una época de auge, y esa vitalidad se trasladó también a otras latitudes, incluyendo a la Argentina. Para el país, el comienzo de este ciclo coincide con la presidencia de Sarmiento, la conmoción por el asesinato de Urquiza en 1870 y la declinación de la mortífera epidemia de fiebre amarilla que asolaba Buenos Aires. Este contexto histórico será nuestro punto de partida.

A nivel global, la Belle Époque encarnó los “años dorados”, un tiempo de optimismo, lujo y avances tecnológicos, que trajo consigo confianza en el futuro, bienestar, un acelerado crecimiento industrial y un énfasis en el consumo. Sin embargo, cabe aclarar que “Belle Époque” no es sinónimo de paz. La época se vivió también como un período de agitación social y política: los ideales socialistas y liberales se abrían paso, mientras las mujeres comenzaban a reclamar sus derechos en la esfera pública, laboral y educativa.

Este espíritu también se reflejó en la arquitectura, con la construcción de majestuosos palacios y casonas; en la música, con un tango que adquiría presencia propia; en la moda, con los sombreros de ala ancha y las galeras, el auge de las casas de alta costura y el estilo afrancesado; en la gastronomía, que veía nacer los primeros restaurantes con chefs y menús en francés; en los avances científicos y en la tecnología, que comenzaban a transformar la vida cotidiana.

La llegada de la electricidad prolongó la noche y multiplicó las opciones de entretenimiento: el cine, los parques de paseo, los deportes (donde la bicicleta adquirió un papel protagónico), los viajes y el turismo emergían como actividades accesibles. La revolución en el transporte y las comunicaciones contribuyó a achicar distancias: los trenes, las bicicletas, los automóviles, el tranvía subterráneo —nuestro primer “subte”— y los vapores transatlánticos hacían del mundo un lugar cada vez más conectado.

Argentina no fue ajena a este empuje global. Durante la Belle Époque, la inmigración floreció como nunca antes, aunque también aumentaron las zonas de hacinamiento en conventillos. Los grandes diarios de principios del siglo XX dedicaban hasta cuatro páginas a ofertas de empleo, evidenciando una Argentina en pleno crecimiento, que deseaba mostrarse ante el mundo durante los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo en 1910, ignorando aún que se acercaba el final de esta era.

El lector encontrará en estas páginas vivencias de esa época: las reglas de tránsito de 1905, la amenaza del cometa Halley en 1910, el fotógrafo ofendido de 1907, los primeros casos de fiebre amarilla en 1890, las confusiones de los telegramas cifrados, el protagonismo del rodete en la moda, la popularidad de los balcones, el tango que escandalizaba, las primeras llamadas telefónicas (¡y también los primeros errores de conexión!), los banquetes, los bailes, los obsequios de boda, el ciclista temerario, la llegada de los primeros aviones, los autos eléctricos de 1903 y hasta las multas por decir piropos en la calle en 1906.

No alcanzaría un solo capítulo para mencionar los apodos de aquellos tiempos: Potota, Copeta, Chichina, Peracha, Pepoca, y más para ellas; Pirucho, Manucho, Pichín y otros tantos para ellos. Los apodos eran parte del espíritu de cercanía y desenfado de la época.

Este recorrido nos llevará a través de la Belle Époque de las exposiciones universales, el tango y el ballet, los cabarets, el Parque Tres de Febrero, las grandes tiendas, el café concert y los lujosos cruceros que atravesaban el Atlántico, cada uno con su Primera Clase entusiasmada, su Segunda Clase confiada y una Tercera llena de sueños.

Pero esta era también tenía su contraparte: los conventillos, los atentados, los funerales multitudinarios y el Titanic, emblema de la arrogancia humana, que en 1912 se hundió en aguas gélidas llevando consigo a algunos argentinos. Incluso se especula que el célebre personaje de DiCaprio podría haberse inspirado en el argentino Edgar Andrew. Así somos, incorregibles.

El naufragio del “barco insumergible” fue el preludio del fin. Las luces de la Belle Époque se apagaron, y en 1914, una oscura noche se extendió sobre el mundo, marcando el inicio de una nueva y sombría etapa en la historia.

Espero que este trabajo plasmado en 370 páginas capture la esencia de la Belle Époque argentina en un tono que resulte atractivo para los lectores.

Daniel Balmaceda

Escritor y periodista. Miembro de número de la Academia Argentina de la Historia y del Instituto Histórico Municipal de San Isidro, y miembro titular y vitalicio de la Sociedad Argentina de Historiadores. Se desempeña como consultor de historia en instituciones y en distintos medios y es uno de los divulgadores de historia más importantes de la Argentina.

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