Una mujer adelantada a su tiempo

En una época signada por la colonización, donde las batallas todavía resonaban, en el Río de la Plata se destacaba Isabel de Frías Martel, una estanciera y comerciante, que hoy revalorizamos como la primera emprendedora independiente de Buenos Aires.

Doña Isabel de Frías Martel, hija y nieta de los principales vecinos del Río de la Plata, y casada con uno de los más ricos y destacados hombres de Buenos Aires, al enviudar se convirtió en la que hoy llamaríamos una empresaria, comerciante y rica productora.

Su abuelo, Don Gonzalo Martel de Guzmán, nació en la ciudad española de Sevilla, y fue uno de los expedicionarios que acompañó a Juan de Garay cuando fundó de Buenos Aires, en 1582, por lo que fue recompensado con solares en la ciudad, chacras y estancias.

El padre de Isabel, Manuel de Frías, fue gobernador del Paraguay, nacido en Extremadura, y en 1589 se estableció en la ciudad de Santa Fe, para luego vivir en Buenos Aires, dejando numerosos bienes consistentes en solares y tierras para estancias. Junto con su hermana doña Beatriz, Isabel recibió por herencia en Sevilla el Mayorazgo de Tahlara, el cual le daba de renta 3.000 ducados cada año.

En 1633, la dama se casó en Buenos Aires con el General Juan de Tapia de Vargas, uno de los vecinos más acaudalados de la ciudad, con destacados cargos en el Cabildo, pero enviudó en 1645, luego de 12 años de matrimonio. No tuvo hijos del General, de manera que heredó todos sus bienes. Su marido, además de  sus bienes propios, administraba la fortuna de su extinta mujer, de manera que el conjunto de su economía se destacaba en el área.

Desde el fallecimiento de su marido, hasta que dejó este mundo en 1679, Isabel administró sus estancias y negocios, durante 34 años, como pocas de las mujeres de su tiempo. Una de sus principales propiedades fue una chacra en Monte Grande, en donde vivía, con una extensión de 1.750 metros aproximadamente. Su estratégica ubicación, frente al río, fue la que indujo al espía francés Barthèlemy de Massiac a proponer las casas de doña Isabel, como lugar conveniente para efectuar un desembarco de una posible invasión al Río de la Plata, según un informe que envió al gobierno de Francia en 1660.

 En sus chacras, Isabel sembraba trigo, maíz, cebada y legumbres. Poseía tambos, con los cuales contribuía al abastecimiento de la ciudad, además de una atahona (molino de harina con rueda tirada por bueyes). Su producción de aceite se enviaba en “botijuelas” a la ciudad de Córdoba, ayudada por el trabajo de sus numerosos esclavos. 

En la Cañada de la Cruz, sobre un río llamado entonces Socorro de las Canoas, camino a Santa Fe, poseía tierras que destinaba a la cría de ganado vacuno y de yeguas, que enviaba a Tucumán y sur del Perú. También exportaba mulas producidas en sus estancias con las yeguas y burros llamados “hechores.” Otra de sus propiedades fue una estancia en el pago de La Matanza, donde tenía ganados mayores (vacas y caballos) y menores (ovejas).

A los 60 años, Isabel decidió -junto con su hermana doña Beatriz- donar los bienes que tenía en Santa Fe, de los cuales no podían ocuparse, a un primo, el General Diego de Vega y Frías, quien residía en dicha ciudad. Tenía mucho afecto por una sobrina, hija de su primo Diego, ya que cuando ésta se casa, le dona 2.000 cabezas de ganado vacuno. En 1663 ya, de avanzada edad para ocuparse de tan numerosas propiedades, vende una de las chacras que componían sus tierras sobre la costa. El 9 de marzo de 1679, “en consideración que sobre la mucha edad que tengo, estoy padeciendo en la cama accidente de enfermedades, temerosa de la muerte..” escribió Isabel. A su muerte, pidió ser enterrada en el convento de San Francisco “en la sepultura que tengo señalada y por asiento, en la capilla mayor, de la reja para adentro, y donde por dicha razón y sepultura están enterrados mis padres y el dicho mi marido…”, solicitó. 

La relación que existía con sus esclavos, sobre todos los que estaban al servicio de su casa y vivienda, era muy particular, ello explica que en una cláusula de su testamento diga: “Declaro y es mi voluntad, mando que Juan Félix, mulato mi esclavo que está en mi poder y servicio, quede libre de toda servidumbre”. Además, Juan Félix recibió propiedades, igual que su madre, “porque ha sido la que más me ha servido a toda mi satisfacción, y que en correspondencia de ello y aún en conciencia la debo dejar libre”, escribió. Su familia se quedó con sus alhajas y los muebles de su casa traídos de España, además de las tantas estancias y tierras, que poseía y tan bien administró a lo largo de su vida. Una vida adelantada a su tiempo, pionera en muchos aspectos vitales y profesionales, que hoy vale la pena reconocer.

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