En un recorrido por el norte ibérico, el alma se pierde entre marcas y señales que recorren trece siglos de historia. Monasterios, rutas, puentes y museos, con el Camino de Santiago como denominador común.
Caminando por lugares del norte de España, algunos de estos atravesados por el Camino de Santiago de Compostela, me resulta imposible evitar que mi pensamiento no remita una y otra vez a mis clases de filosofía.
Desde Platón hasta el presente, innumerables pensadores han intentado explicar el concepto del tiempo. A medida que intento avanzar en su comprensión, más me alejo de ella. Sin embargo, cuando estoy parado frente una ermita que data del siglo VIII, ubicada a tan sólo unos minutos de una moderna autopista construida a la perfección, y desde la cual fui guiado por una voz anónima que simula ser de un humano y hasta parece enojarse conmigo si no cumplo con su consigna correctamente (para finalmente decirme: “Ha llegado al destino”), puedo advertir por unos segundos que no debería perder “más tiempo” en intentar comprender “el tiempo”.
Por eso prefiero compartir esta experiencia, y elijo hacerlo con imágenes, que seguramente podrán acercarme un poco más a lo que deseo transmitir.
El Camino de Santiago
Dice el libro bíblico de Los Hechos de los Apóstoles que, tras la resurrección de Cristo, el Espíritu Santo visitó a sus discípulos más cercanos y los envió a predicar la nueva religión a los distintos rincones de Europa y el cercano Oriente. La tradición católica dice que el apóstol Santiago el Mayor partió rumbo a la península Ibérica. Se supone que el apóstol recorrió buena parte de la Hispania, logró cierto reconocimiento y luego regresó a Jerusalén, donde fue decapitado por orden de Herodes Agripa. Se cree que algunos de sus discípulos llevaron sus restos por mar nuevamente a Galicia, donde los enterraron.
No se supo más de Santiago hasta el año 813, cuando un ermitaño afirmó que una estrella lo había llevado hasta un antiguo sepulcro en una zona utilizada como necrópolis desde los tiempos de los celtas. Se lo comunicó al obispo de la zona, quien encontró allí un esqueleto con la cabeza bajo el brazo, por lo que determinó que se trataba del protomártir cristiano. El reino de Asturias era en aquel momento el único bastión cristiano que resistía la dominación mora en toda la península, y su rey, Alfonso II, mandó construir una iglesia sobre el sepulcro. Y así, en el Noroeste de la antigua provincia romana de Hispania, Occidente vio una luz para comenzar a recuperar su supremacía política, religiosa y territorial.
El primer peregrino al sepulcro del “campus stellae” (campo de estrellas) fue el propio rey Alfonso II, quien llegó hasta allí con toda su corte. Eran los últimos años de vida de Carlomagno y también de la máxima expansión musulmana en la península Ibérica. En consecuencia, Alfonso II, con el apoyo de Carlomagno y de sus sucesores, trabajó para instalar la supuesta tumba de Santiago como un centro de peregrinaje.
Así nació el Camino de Santiago de Compostela (palabra derivada de campus stellae, campo de estrellas), que comenzó a consolidarse durante el siglo X y alcanzó su apogeo una centuria más tarde, gracias a la progresiva construcción de puentes, monasterios y hospedajes para peregrinos. Además, hacia el 1130 arribó con fuerza a la región la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, más conocida como Orden de los Caballeros del Temple o Templarios, organización militar-religiosa que había nacido apenas un par de décadas antes con el fin de participar en las Cruzadas a Jerusalén y proteger a los peregrinos a Tierra Santa. Con la aprobación de los reyes locales, los Templarios edificaron castillos y capillas a lo largo de las diferentes vías que conducían a Compostela, tanto en el Norte de España como en Francia, y con su presencia el peregrinaje jacobeo se volvió más seguro y popular.
Todo siguió sin demasiados cambios hasta el final del siglo XIV, cuando por diversas razones (luchas contra los moros, sequías, hambrunas y pestes) el número de peregrinos fue en franco declive, hasta que Santiago cayó prácticamente en el olvido, lo que se mantuvo durante cinco siglos. Recién en 1962 hubo un primer intento de revitalizarla, cuando un grupo de maestros decidió señalizar el camino. El año santo de 1971 marcó un primer número alentador, con 451 caminantes… pero siete años después la cifra bajó a ¡13! En la segunda mitad de la década del ’80 la cantidad comenzó a subir exponencialmente, pero el verdadero despegue llegó en el año santo de 1993, cuando el gobierno autónomo gallego enfocó todas sus energías para promocionar el Camino. Y vaya si le resultó: ese año lo recorrieron nada menos que 99.436 personas. Seis años después superó por primera vez los 150.000, y desde 2004 que no baja de los 100.000, con un récord de 272.703 en 2010.
Así cobraron vida nuevamente centenares de pueblitos, volvieron a brillar antiguas capillas, refugios y albergues, y, como mil años atrás, los peregrinos comenzaron a caminar buscando las vieiras que marcan la dirección correcta. Desde los tiempos celtas, la vieira era el testimonio de que uno había llegado hasta el Atlántico.